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La música de la vida

  • Foto del escritor: STF
    STF
  • 27 nov 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 20 ene 2022

Una canción no sólo te lleva lejos, te hace soñar. Yo comencé a soñar y a inventar historias en el asiento trasero del coche de mis padres, un Ford Fiesta plateado. Las cintas salían de la guantera y chocaban entre las manos. Algunas sin caja, muchas polvorientas, todas aguardando el mordisco del radiocasete.



Si me preguntan a quemarropa, Abba y su recopilación de éxitos en español eran mis favoritos para la ruta: Dame, dame, dame; Mamma mia; Gracias por la música; Chiquitita.... A quién no le pellizca "las estrellas que brillan por ti, allá en lo altoooo". Me las sé todas, pero mi preferida, Dancing Queen, la reina del baile, se consolidó como la de la carne de gallina y el mariposeo en la tripa. Yo era solo una cría, pero la emoción original se adhiere a los recuerdos como una planta trepadora, así que atesoro muy dentro las estrofas de esa juventud rugiente, bajo una bola de luces multicolor, aunque, por fuera, no encuentre ya pista para bailes.

En el Fiesta de mis padres, hacia Toledo o Pedraza a comer cordero, también sonaban el Candyman de Sammy Davis Jr., I can´t see nobody de los Marbles, las melodías de Nino Bravo y las del sexy Neil Diamond... Tanto calaron en mí que son éxitos seguros en el karaoke improvisado de mi coche gracias a Spotify.


En octavo de EGB me obsesioné con el Freedom de Wham, hasta tal punto que asalté a un alumno de mi madre de colegio inglés con tal de que me sacara la letra para entender qué me contaba George. Entonces no había Internet, así que le di mi preciada cinta y le hice escribir las estrofas en un folio, artesanalmente, dándole a rewind en pos de cada verso. Al final, hasta a él le quedaron huecos blancos.


Si todo ese repertorio puso ritmo y color a mi infancia, Springsteen se consolida como mi eterno compañero de carretera, el de las canciones susurradas cuando se tuerce el día y apoyas el codo en la ventanilla para atusarte el mechón de la preocupación. Él te comprende, aunque no lleves botas de vaquera, y entona "let me, honey, and I'll catch your tears...". Tú eres Janey y no debes desanimarte.


Con Sabina me encariñé por culpa de un tipejo de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero no olvido la paz que proyectaba el compacto de Norah Jones mientras fregaba los cristales de mi nueva casa un día de primavera. Ponía a punto todo con la ilusión de una primeriza, con las ganas electrizantes de formar una familia. Un año después, acudía a su concierto con mi chico y un inmenso barrigón. Mi hija, que por poco se llama Nora, nació cuatro días más tarde de que Come away with me surgiera de un piano de cola en el escenario. Mi niña no tiene idea, pero para dormirla le tarareaba con tono chirriante Moonriver (wider than a mile... nananá). Todavía hoy me estremece escucharla en la voz de Audrey Hepburn, lo mismo que el My way de Sinatra y el Yesterday de los Beatles me nublan la mirada por interferencias de la madurez (lo que una ha vivido, lo que agradece, lo que se fue y no volverá).


La música, en fin, penetra y activa los resortes ocultos de la nostalgia, irriga el tejido de nuestros más profundos recuerdos. Antes se trataba de un ejercicio de ensoñación y deseo. Ahora parece más un ejercicio crónico de añoranza para evocar cuán felices nos hacía la invención y la expectativa, cuando todo estaba por escribir.


Más allá de las razones, qué bueno dejarse llevar por una melodía que nos acaricie las entretelas, como si todo fuera posible al otro lado del espejo donde siempre nos encontramos en la plenitud de la vida, cargados de ilusiones. “Miren bien, allí va, como una reina ya…". Y vamos, sin pensarlo, a bailar una vez más.








 
 
 

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