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La maleta grande

  • Foto del escritor: STF
    STF
  • 27 ago 2022
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 1 sept 2022

La maleta grande, la de las ocasiones especiales, me vigila de reojo. Quedan unos pocos días y aún no le he pasado el trapo, apenas ha avanzado unos pasos del garaje al rellano. Está esperando y no entiende qué pasa.


En esos pocos días que faltan, mi hija se marcha. Va a emprender un viaje muy novedoso, sin papá ni mamá enseñando su pasaporte, sujetándole la gorra o cediéndole el asiento de ventana. Se va a estudiar a cientos de kilómetros, a hacer camino andando sola, y va a dormir en una habitación extraña, rodeada de gente que como ella va a intentar trabajar duro para dedicarse a lo que les gusta. Yo ya no podré perseguirla con un plato de fruta para que ingiera vitaminas, ni con el gurruño de ropa que abandonó en el baño. Tendré que llamarla por Facetime e intentar no insistir demasiado en si come bien y es ordenada. Dejarla vivir, dejarla ser.


Estoy emocionada y un poco perdida. Este modelo americano de que los niños se larguen en cuanto lanzan el birrete de la graduación no lo tengo dominado. Creo que se me hará bola no prepararle la cena y sentarme con ella en la cocina cada día, verla salir de mañana con esa cara linda enfurruñada, escuchar sus historias de colegio, su indignación por esto o aquello, su mirada verde enmarcada en eyeliner donde me perdería el resto de mis días.


Como ninguna de las dos se decide a subir la maleta, nos vamos al centro comercial y al súper a comprar esas cosas (pijamas, gel, champú, ibuprofeno) que creo cubrirán sus necesidades ahora que ya no podemos acompañarla, al menos bajo el mismo techo. Ella no ha hecho ninguna lista; yo tengo una muy larga. La imagino las noches brumosas de la ciudad fría que la acoge con una taza de té, su sudadera favorita —solo con capucha, mamá— y el pelo recogido con un lápiz, el flexo y el portátil encendidos. La imagino levantándose tempranísimo en esa ciudad fría, pero sin margen para el eyeliner, subiendo una cuesta con la mochila al hombro, y siento sus nervios y su asombro, también la ilusión.


Ha crecido muy rápido, se nos han ido los años mirándola. Y ahora quedamos a la espera de noticias y de la llegada de ese avión que la traerá de regreso cada cierto tiempo para que nos las cuente. Serán apasionantes y complejas, y las escucharemos en la cocina frente a un cuenco de noodles o poniendo el árbol de Navidad. Estaremos orgullosos y preocupados, nada nuevo, pero tengo el pálpito de que todo saldrá bien.


Antes de acostarme llamaré a su puerta para pedirle un beso, esa puerta que tantas veces se convierte en muralla, ese beso que a menudo hay que robarle, y aprenderé a envolver los buenas noches en emoticonos que la arropen en su nueva cama. Mantengo el tipo. Que sí, que estará bien... pero juro que si vuelvo a oír una canción de Adele en alguna tienda, voy a montar el numerito. Mi niña. El camino. La vida.


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